La dramaturgia parte de la obra original de César Sánchez Beras, un autor que ha sabido explorar en sus textos la historia de la resistencia dominicana, enalteciendo los temas nacionales y devolviéndolos a la escena con fuerza poética.
El Teatro Guloya abre sus puertas a Liborio, adaptación libre del texto La hija del Mesías de César Sánchez, dirigida e interpretada por Dimitri Rivera. Este unipersonal nos coloca frente al dilema de un soldado atrapado en la masacre de Palmasola, ocurrida el 28 de diciembre de 1962: ¿obedecer a su comandante o proteger a su pueblo y su fe? No es un relato lineal; varias voces, ficticias pero verosímiles, dan testimonio de lo ocurrido. Desde esa polifonía se invoca a Olivorio Mateo —Papá Liborio—, profeta campesino, curandero y mesías popular cuya figura sigue ardiendo en la memoria del sur.
Un rito entre mito e historia
La dramaturgia parte de la obra original de César Sánchez Beras, un autor que ha sabido explorar en sus textos la historia de la resistencia dominicana, enalteciendo los temas nacionales y devolviéndolos a la escena con fuerza poética. La hija del Mesías —texto base de esta adaptación— conecta la figura de Papá Liborio con una tradición literaria y teatral que insiste en rescatar la memoria colectiva frente al olvido. De ese impulso nace esta versión, que transforma la escritura en ritual y convierte el teatro en acto de reivindicación.
La obra no se limita a narrar: levanta un ritual escénico. La dramaturgia entrelaza la voz profética del líder con cantos, rumores de montaña y ecos de represión. El escenario se convierte en santuario, cuartel y trinchera. Porque el liborismo fue más que religión: fue resistencia, fue pueblo en pie. La montaña vuelve a hablar, y aún hoy, en San Juan de la Maguana, alguien enciende una vela y susurra: “Liborio vive, Liborio va a volver.” Ese rito cobra cuerpo en un actor que no solo interpreta: encarna.
Dimitri Rivera: revelación y rigor

Rivera da vida a Liborio con entrega absoluta. Su cuerpo y su voz sostienen el peso de un mito vivo. Pero su trabajo no se queda en la devoción: también encarna a los antagonistas —el comandante implacable y el raso tembloroso—, exponiendo la tensión entre poder y fragilidad. Como director de sí mismo, se apoya en un distanciamiento crítico: nos obliga a pensar que Liborio no pertenece solo al pasado, sino que sigue interrogándonos hoy. Cuando pronuncia “que salga el mal y entre el bien”, no es solo teatro: es conjuro colectivo. Cada gesto suyo es rezo, machete y proclama. Ese rigor técnico sostiene el trance poético y evita que el mito se disuelva en retórica.
Escenografía, documentales y atmósfera
La propuesta visual, concebida por Viena González y Miguel Ramírez, es austera pero simbólica: una silla puede ser trono o cadalso; un objeto común, reliquia. La iluminación de Ernesto López construye claroscuros que dramatizan la lucha entre lo humano y lo divino.
Un aporte fundamental son los fragmentos de documentales proyectados durante la obra, que contextualizan la masacre y muestran la magnitud del liborismo en el sur. Estas imágenes, entrelazadas con la actuación, funcionan como memoria viva y amplían la resonancia política y espiritual del montaje.
Herencia y continuidad
Que Dimitri sea hijo de Claudio Rivera y Viena González, fundadores de Guloya, trasciende lo biográfico: es continuidad viva. Así como Papá Liborio sembró fe rebelde, el teatro se hereda como llama que no se apaga. En Dimitri, raíz y horizonte se encuentran: un joven que honra la memoria y abre nuevas sendas.
Guloya, con más de tres décadas en la escena dominicana, ha demostrado que el teatro es resistencia cultural en medio del ruido urbano y del olvido institucional. Este montaje confirma esa misión: el arte como herencia, dignidad y desafío.
Un montaje necesario
Liborio es memoria encendida. Trae al presente al profeta campesino que habló con Biblia y machete, y nos recuerda que la esperanza también se defiende con canto y dignidad. En un país necesitado de referentes, ver a un joven actor corporizar ese mito es un acto de resistencia cultural. Guloya reafirma que el arte no es adorno: es raíz, herencia y horizonte.
Epílogo: Loa y aplauso
La crítica no basta. Al terminar Liborio, lo único justo es ponerse de pie y aplaudir, como quien reza. Dimitri no actúa: se ofrenda. Su voz es tambor de campo, su cuerpo evangelio y machete. Al pronunciar las palabras de Liborio, nos devuelve no solo al profeta, sino a nosotros mismos.
Que estas líneas cierren, pues, en forma de loa:
Heredero del teatro y guardián de la memoria,
Que tu nombre camine como vela que nunca se apague, como esperanza que florece nuevamente.
Y que al aplaudirte, nos aplaudamos también como pueblo que aún necesita a Liborio para recordar que la esperanza no muere.