(Un país no se derrumba de un día para otro. Se desgasta lentamente, cuando la memoria se debilita, la cultura se desatiende y la ciudadanía deja de exigir. Pero siempre existe la posibilidad de volver a levantarse).
Cuando un país deja de sonrojarse
Un país no se apaga de golpe. No cae con estruendo ni en una sola noche.
Se deshace lentamente, como una casa vieja donde hace años nadie barre los pasillos.
Primero cede una tabla, luego otra. Aparecen filtraciones, la pintura se descascara, las tuberías fallan… y, al final, el polvo termina adueñándose de todo.
Así se pierde la vergüenza: no en un estallido, sino en un murmullo que, sin darnos cuenta, se convierte en paisaje.
Y cuando un país deja de sonrojarse, deja también de reconocerse.
La patria —antes morada— empieza a parecer una cicatriz.
La memoria de un país es como una lámpara antigua: si no se mantiene encendida, la oscuridad avanza sin resistencia.
Hoy esa oscuridad, hecha de entretenimiento trivial, ruido que suplanta al pensamiento y celebridades sin mérito, cubre nuestro espíritu colectivo como un polvo silencioso.
Pero la patria, cuando se le escucha, siempre convoca a un acto de limpieza interior.
Porque no hay nación sin memoria.
Y no hay memoria sin cultura.
La pregunta que reveló la herida
En un chat de antiguos compañeros del colegio, un amigo lanzó una reflexión que aún me persigue:
“Nunca el Estado ha estado interesado en la educación ni en la cultura. Tampoco en la salud.
Son obras intangibles: no se ven, no se tocan.
Y no estoy eximiendo al Estado —jamás—, pero digamos las cosas como son: nunca ha cumplido esos deberes sagrados.
Si siempre ha sido así, ¿por qué esta crisis de hoy?
¿Cuándo comenzó esta degradación?
¿Y no será que parte de la culpa es también de nosotros?”
Sus palabras abrieron una grieta más profunda.
¿No ha sido eso justamente lo que gobiernos, tras gobiernos, han deseado: un pueblo cómodo en la resignación?
¿Y si fuimos nosotros quienes nos acostumbramos a que el Estado no cumpla?
¿Y si se perdió la vergüenza porque dejamos de exigirla?
La memoria cultural: raíz, faro y resistencia
La memoria cultural no es archivo: es respiración.
Es un hilo invisible que enlaza generaciones.
Está hecha de símbolos, ritmos, gestos, palabras que resisten, luchas que no se extravían.
Un país que pierde su memoria pierde su dirección moral.
Confunde mérito con exhibición, conocimiento con opinión ligera, belleza con estridencia.
Y lo vulgar termina ocupando el sitio de lo noble.
Sin embargo, la memoria cultural dominicana —pese a todo— sigue ahí: raíz, faro y resistencia.
Solo espera ser convocada por sus mujeres y hombres nobles.
El inicio del derrumbe
La degradación comenzó el día en que se volvió normal ver escuelas sin maestros preparados, estudiantes sin cupo escolar y planteles sin dignidad, mientras los gobiernos estrenaban yipetas nuevas.
Comenzó cuando aceptamos como válido al político que reparte funditas y promete, promete y promete en campaña… promesas que luego no cumple en lo más mínimo.
Comenzó cuando la burla se hizo costumbre y la decepción se convirtió en rutina; cuando la justicia devino espectáculo, los escándalos, episodios de temporada y la indignación, una moda fugaz.
Pero la vergüenza no se pierde solo afuera: también se desmorona por dentro.
Se marcha cuando dejamos de examinarnos; cuando preferimos excusarnos antes que corregirnos; cuando dejamos de decir:
“Me equivoqué”.
“Necesito ayuda”.
“Tengo que cambiar”.
La vieja sentencia nunca falla:
Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto.
La patria como herida abierta
Cuando la vergüenza se desprende de la cultura, la patria deja de ser territorio y se convierte en herida.
Se hiere cuando el funcionario no sirve, sino que se sirve.
Se hiere cuando la educación deja de formar carácter y se reduce a trámite.
Se hiere cuando la justicia deja de ser balanza y se vuelve negocio.
Y se hiere sobre todo cuando lo indecente deja de doler.
Un país sin vergüenza se mueve, pero no avanza.
Progresa, pero no mejora.
Produce, pero no florece.
El rumbo de regreso
Recuperar la vergüenza no es moralismo: es un acto patriótico. Es volver al pulso íntimo de la nación.
La vergüenza no es miedo: es respeto a uno mismo y al otro.
Necesitamos la vergüenza del maestro que forma ciudadanos; la del periodista que investiga y escribe aunque incomode; la del político que administra con conciencia; la del ciudadano que entiende que la patria se sostiene con actos; y la del creador que defiende la belleza, porque sin arte un país pierde su reflejo.
Un país empieza a sanarse cuando su gente reaprende a corregirse, a decir “no” con firmeza.
A sentir orgullo por lo correcto y rubor por lo que nos degrada.
Un país comienza a sanarse cuando su gente aprende de nuevo a corregirse.
a decir “no” con firmeza,
A sentir orgullo por lo correcto.
Y rubor por aquello que nos degrada.
Porque al final, somos nosotros los responsables de exigir, de elevar los valores humanos y de hacer que se respeten.
Lo que aún podemos ser
No estamos sentenciados.
Todavía hay un hilo de luz empeñado en abrirse camino.
La vergüenza perdida no murió:
Duerme, como una semilla escondida bajo la tierra seca, esperando la primera gota de voluntad para despertar.
Un país vuelve a levantarse cuando su gente decide levantarse.
Cuando en cada hogar renace una conversación limpia;
Cuando en cada escuela se siembra la sed de superación; cuando en cada barrio la honradez deja de ser excepción y vuelve a ser norma;
Cuando el ciudadano entiende que su voto no es un trámite, sino un acto sagrado; cuando la memoria, por fin, vuelve a encender lo que el ruido quiere apagar.
El cambio no desciende desde arriba:
Nace en lo íntimo, en lo cotidiano, en lo pequeño.
Nace en la casa, en el aula, en el trabajo.
En el deporte donde se aprende a respetar reglas,
En la calle que compartimos, en el saludo que ofrece dignidad, en la palabra pronunciada con decencia.
Recuperar la vergüenza es recuperar el rumbo común.
Es demostrar que no todo está perdido y que aún podemos escribir otra historia.
Es recordarnos que todavía estamos a tiempo.
Que este país puede ser mejor, más digno, más nuestro.
Que aún es posible y urgente construir una nación que no nos duela, sino que nos enorgullezca.
Y ese país, el que merecemos, empieza contigo

